martes, 3 de abril de 2012

Eduardo Luis Duhalde: existir para los demás

Toda nuestra civilización, toda la historia de la humanidad reposa sobre la aplicación de la existencia individual a los fines de la comunidad.
No hay vida humana que exista únicamente para sí misma; toda vida existe al mismo tiempo para el mundo; todo hombre, por ínfima que sea la posición que ocupe, colabora al fin de la civilización de la humanidad.
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A veces una existencia semejante ha sido para el mundo un manantial de beneficios. La choza del pobre ha contenido muchas veces la cuna del hombre de genio; la mujer que lo concibió, que lo alimentó con su leche, que le prodigó sus cuidados, ha prestado a la humanidad un servicio tan grande como no le prestaron muchos reyes desde el trono.
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El niño aprende con frecuencia más del niño que de sus padres y maestros juntos. Los juegos con sus camaradas le prestan a veces, para la vida práctica, una enseñanza más eficaz que todas las «lecciones de sabiduría y de virtud».

La pelota que trata de apropiarse le da la primera noción práctica de la propiedad, y la impresión de vergüenza que le causa el conocimiento de los vicios de sus compañeros le proporciona la primera moral.

Nadie existe sólo para sí, como tampoco por sí sólo; cada uno existe por los otros y para los otros, sea intencionadamente o no. Lo mismo que el cuerpo refleja el calor que del exterior ha recibido, el hombre extiende a su alrededor el fluido intelectual o moral que ha aspirado en la atmósfera de civilización de la sociedad.

La vida es una respiración incesante: aspiración, espiración; esto es tan exacto como en la vida física, en la vida intelectual. Existir para otro, con reciprocidad casi siempre, constituye todo el comercio de la vida humana.

En vano abro los ojos; por todas partes compruebo el mismo fenómeno; nadie existe para sí sólo, cada uno existe al mismo tiempo para los demás, para el mundo. Solamente que cada uno se forma de su mundo una idea distinta, por la medida y duración de la acción que ejerce. Para uno el mundo es su casa, sus hijos, sus amigos, sus clientes; para otro abarca en sí un pueblo todo, la humanidad entera.
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El hombre vulgar, en efecto, no deja después de su muerte más qué huellas, bien pronto desvanecidas; la existencia de un grande hombre no aparece con todo su brillo y esplendor, no deja madurar sus más ricos frutos hasta que se ha extinguido.
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En esto estriba la garantía y el progreso de toda nuestra civilización. Se define con la expresión jurídica de herencia. Mi existencia no termina conmigo mismo, aprovecha a otro; tal es el pensamiento que sirve de base al derecho hereditario. El jurisconsulto no reconoce al derecho hereditario otro objeto que el patrimonio. Para él la herencia es el sedimento económico del individuo, el total de su vida, expresado por pesetas y céntimos.

Por el contrario, a los ojos de la historia, de la filosofía, la noción de la herencia comprende toda la civilización humana. La sucesión es la condición de todo progreso humano, en el sentido de la historia de la civilización. El sucesor utiliza la experiencia de su predecesor, realiza el capital intelectual y moral de éste. La historia es el derecho hereditario en la vida de la humanidad.

Existir para otro comprende, pues, dos direcciones distintas: los efectos de nuestra existencia sobre el mundo actual, sus efectos sobre el mundo del porvenir. El valor de la existencia humana, el mérito de los individuos y de los pueblos, se miden por la intensidad de esta doble acción.
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Ya se sabe que la noción del valor es relativa, indica el grado de utilidad de una cosa para uno u otro fin. Esta noción, aplicada a la vida humana, se traduce así:
¿Dónde está el beneficio realizado para con la sociedad?

El valor de toda existencia se encuentra allí, a la vista de la sociedad. La notoriedad ligada al nombre es una de las medidas de este valor. Por regla general, nuestro nombre vale y dura lo qué dura y vale nuestra importancia en el mundo. El nombre histórico que flota en la vida, prueba que el que lo ha llevado sigue viviendo para el mundo.

En efecto, la gloria, unida a este nombre, no es el simple tributo de reconocimiento pagado por el mundo, es la afirmación de la continuada influencia del personaje. El mundo permanece indiferente a la propia grandeza del hombre; sólo se preocupa de lo que para él ha sido.

En los anales de la historia, como antes el nomen en el libro doméstico del romano, el nombre es un capitulo de deuda; nada se inscribirá en el activo del genio que no ha producido para el mundo. La notoriedad del nombre marca la importancia del que lo lleva; esto es cierto, hasta en el humilde, en el más ínfimo mundo de la vida burguesa.
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Un nombre célebre atestigua, pues, no sólo que alguien ha llegado a ser alguna cosa para la sociedad o para el mundo, sino que éstos han adquirido conciencia de esa elevación. Es el reconocimiento de su deuda por la emisión de una letra de cambio extendida sobre la gratitud humana.

La deuda existe sin la letra de cambio, pero sólo ésta la confirma sin réplica posible. El valor del crédito no se mide por el honor que resulta de su pago; reside en la garantía que da al portador de la letra de que su vida no ha sido inútil para el mundo. La sociedad no investigará cuáles habrán sido los móviles de sus acciones, orgullo, ambición o solamente deseo de ser útil a la humanidad; se atiene al resultado sin preocuparse del motivo. Y esto está bien. Porque si ella otorga también sus laureles al que no ha ambicionado más que un salario, sabe asegurarse el concurso de éste para sus fines; la recompensa que le otorga sólo puede ser envidiada por el que codicia el salario del obrero.

Los laureles no se recogen sin trabajo; para merecerlos hay que apostar la vida entera. Esto se aplica a los pueblos lo mismo que a los individuos.

(Rudolf Von Ihering: "El Fin en el Derecho" (Zweck Im Recht) Capítulo VI: La Vida por y para Otro, o sea la Sociedad).

A la memoria del Dr. Eduardo Luis Duhalde, con la certeza que ha dejado miles de herederos que continuarán la consolidación del Derecho y de los Derechos Humanos.

(Eduardo Luis Duhalde y Estela Carlotto; Foto de Matías Adhemar en Diagonales.com)

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